(Pitura: Maria Julia Álvarez Pesqueira)
Un hombre que había construido su propia casa decidió
dotarla de un jardín que se convirtió en su remanso de paz. En medio de él,
plantó un roble que creció lentamente. Día tras día, sus raíces eran más
profundas y su tronco se estiraba para atrapar la luz.
Junto al muro, plantó una hiedra que rápidamente empezó a
extender sus ramas ocupando toda la superficie de la pared de piedra.
“¿Cómo estás, amigo roble?”, le preguntó un día la hiedra. “Bien, amiga”, le contestó el árbol.
“Eso es lo que respondes porque no ves el mundo como yo,
desde las alturas. A veces siento pena viéndote ahí hundido en el fondo del
patio”, comentó la hiedra con cierto aire de superioridad.
“No te burles de mí. Recuerda que lo importante no es crecer
deprisa, sino con firmeza”, respondió con humildad el roble. La
hiedra soltó una carcajada y siguió creciendo deprisa. Todos los días extendía
sus tentáculos llenos de ventosas. Al cabo de un tiempo ya caminaba sobre los
tejados, mientras el roble tardaba años en desarrollarse.
Y el tiempo siguió su marcha.
El roble creció con su ritmo firme y lento.
La hiedra siguió creciendo deprisa.
Y las paredes de la casa, con el paso del tiempo, envejecían.
Pero una noche descargó una fuerte tormenta que arrasó la
casa y el jardín. Fue una noche terrible. El roble se aferró a sus raíces para
mantenerse erguido. La hiedra se aferró con sus ventosas al viejo muro para no
ser derribada. La lucha fue dura y prolongada.
Al amanecer, la hiedra yacía en el suelo arrancada de la
pared, en cambio, el roble aguantó casi intacto.
El dueño de la casa recorrió su jardín, y vio que la hiedra
había sido desprendida de la pared, y estaba enredada sobre sí misma, en el
suelo, al pie del roble. Y el hombre arrancó la hiedra, y la quemó.
Esto llevó al árbol a reflexionar: “Es mejor crecer fuerte sobre tus propias raíces que ganar altura rápidamente pero dependiendo de la seguridad de los demás”.
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