Dos hermanitos muy pobres, de 5 y 10 años, recorrían de
puerta en puerta las casas del pueblo pidiendo algo de comida con la que
aplacar el hambre. En la mayoría de los sitios ni les hacían caso o,
directamente, los echaban a escobazos. Pero siempre hay gente de buen corazón:
una señora muy amable les hizo esperar un rato y les trajo una lata pequeña de
leche condensada.
Alegres como cascabeles, tardaron poco en sentarse en la acera para desayunar. Tras abrir la lata, el más pequeño de los hermanos le dijo al otro: “Tú eres el mayor. Te toca beber antes”. Y el pequeño lo miraba relamiéndose mientras lo hacía.
Pero, en realidad, el mayor de estos pillastres sólo fingía
beber pues, apretando fuertemente los labios, no dejaba que en su boca entrase
ni una gota de leche. Y cuando era el turno del pequeño, no paraba de jalearle
para que diera largos tragos. De esta manera, el menor se bebió toda la lata
casi sin enterarse.
Lo más extraordinario es que el mayor, con el estómago vacío, comenzó a bailar y a jugar a fútbol con la lata celebrando el festín. Él se había sacrificado por su hermano pero lo hizo con total naturalidad y discreción, sin esperar ningún agradecimiento a cambio. De aquél muchacho podemos aprender una gran lección: quien da es más feliz que quien recibe.
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